Sin embargo, los beneficios que aportan son sin duda su mejor cualidad a priori. La ausencia de cables supone un ahorro importante aunque no es comparable con la flexibilidad que permite a la hora de diseñar redes cuyo número de puestos varía con frecuencia. Pensemos en compañías con numerosos comerciales que llegan a la oficina a consolidar sus datos. Esa red puede pasar de diez usuarios a cincuenta en cuestión de segundos. Los suministradores están convencidos que Wi-Fi es la respuesta adecuada a esas necesidad. Y es cierto en el hogar y en la pequeña empresa, pero más allá entran en juego una serie de parámetros que no benefician a Wi-Fi frente a las soluciones tradicionales de cable. A medida que se incrementa el número de usuarios en una red inalámbrica, su ancho de banda disminuye, lo que obliga a los departamentos de sistemas de las empresas a diseñar y definir las redes con mayor precisión si cabe que las de cable. Además, en implantaciones a gran escala se plantean problemas como el arquitectónico e incluso el de la saturación de las frecuencias.
Parece lógico pensar que, pese a lo llamativo de su novedad, no son todavía una solución adecuada para cualquier circunstancia y como en tantos casos, requiere de expertos que asesoren en el diseño e implantación de este tipo de soluciones. Al final, será el sentido común el mejor consejero en estos casos.
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