No hace ni tres años que el primer MOOC oficial vio la luz, aquel ya famoso curso de Inteligencia Artificial que lanzó la Universidad de Stanford en otoño de 2011, impulsado por su docente Sebastian Thrun. Pero fue como empujar la primera ficha de un dominó que se extendía en todas direcciones y por todos los países. De pronto, estos cursos online, masivos y abiertos estaban en todas partes. Cada vez más universidades se apuntaban, cada vez nacían más plataformas, cada vez más alumnos se anotaban. Una revolución, la democratización definitiva del conocimiento.
Los MOOCs prometen ese ansiado acceso universal a la educación, a una educación superior que por primera vez no está disponible solo para aquellos con fondos para permitírselo o que viven en los países con los mejores sistemas educativos. Son cursos abiertos, lo que significa que son gratuitos; masivos, sin límite de estudiantes; y online, haciendo que las barreras físicas desaparezcan.
Se prometía una revolución que muchas cifras parecen confirmar: a ese primer curso de la Universidad de Stanford se anotaron 160.000 personas, pero no era nada comparado con lo que venía. La plataforma más popular, Coursera, tiene ya cinco millones de alumnos y edX más de 1,3 millones, por ejemplo, alumnos llegados de todo el mundo (en edX, el 9% son de África y el 12% de India) que ahora pueden estudiar en Harvard o el MIT sin moverse de casa y sin pagar nada.
No obstante, poco a poco empezaron a llegar también las voces críticas, los que decían que lo de los MOOCs no era más que un hype poco práctico y con poco futuro. ¿Los problemas principales? John Hennessy, de la Universidad de Stanford, lo definía hace poco diciendo que en el término MOOC hay en realidad dos palabras que son un error: masivo y abierto. Es imposible enseñar a tantos alumnos y hacerlo bien, y además al ser cursos gratuitos no hay todavía un modelo de negocio claro que los haga sostenibles.
Y después está el problema que hizo saltar todas las alarmas: tan solo el 5% de los alumnos que se anotan a un MOOC acaban el curso con éxito. La mayoría abandonan por el camino y otros no aprueban el test final (si lo hay). ¿Revolución de la educación? Cuando el mismo Sebastian Thrun, considerado padre de los MOOCs y CEO de Udacity, se baja del carro y le da una vuelta a su plataforma buscando grupos más pequeños y cobrar por los cursos, parece que algo no va del todo bien.
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