La implementación del cloud computing, el avance de la movilidad y el uso de redes sociales en la oficina. El phishing. Enrevesados ataques informáticos. Virus, gusanos, troyanos, botnets, spyware y demás familia. Éstos son los quebraderos de cabeza que compañías tecnológicas (y no tecnológicas) persiguen con saña a la hora de reforzar sus redes y desarrollar políticas de protección contra riesgos potenciales. Y también son las amenazas que mayor número de titulares acaparan en prensa especializada de todo el mundo.
Pero más allá de avances TIC y ciberdelincuentes avispados, uno de los principales talones de Aquiles en materia de seguridad empresarial está directamente relacionado con los discos de almacenamiento externo. Concretamente con esas memorias USB a las que se recurre todos los días para guardar y transferir información. Con la negligencia o el despiste de sus dueños. Y, sobre todo, con la falta de medidas de encriptación: sólo el 43% de las organizaciones exige a sus empleados el uso de contraseñas en las unidades flash, únicamente el 42% cuenta con técnicas para cifrar sus archivos y todavía menos, el 33%, tiene la tecnología adecuada para escanear este tipo de dispositivo.
Está claro que a veces el enemigo puede ser uno mismo. Justo las compañías que se relajan en la prevención de desastres son las que admiten que estos productos reescribibles, resistentes a los rasguños y del tamaño de un dedo meñique son imprescindibles para la productividad de su negocio. El problema está en que “perciben que cualquier intento de controlar un dispositivo como una memoria USB será casi seguro algo fútil y demasiado caro”, explica Jim Selby, director de marketing del conocido fabricante de memorias Kingston Technology. A eso, añaden los analistas, hay que sumarle la cultura del “a mí no me va a pasar”.
Las consecuencias derivadas de no vigilar estos productos son devastadoras. Y es que ni una, ni dos, ni tres… sino cinco de cada diez firmas han sufrido el robo de datos sensibles durante los dos últimos años a causa del extravío de minidiscos duros. Al menos eso es lo que dicen las estadísticas para América del Ponemon Institute. Si miramos hacia Europa la cosa empeora, ya que la cifra sube de cinco a seis organizaciones. En este sentido la metedura de pata más reciente ha sido la de un miembro del consejo unitario de East Lothian que hace unos días perdió un pen drive con los nombres, edades, contactos de emergencia e historial clínico de 1.075 alumnos matriculados en cinco escuelas de Escocia diferentes.
Aunque según señala Larry Ponemon, fundador del instituto que lleva su nombre, la sensación general es que “si se pierde un portátil no puedes hacer tu trabajo; pero si se pierde una memoria USB, nadie lo sabrá nunca”, la realidad es bien distinta. Entre los fiascos más sonados se encuentran el del Departamento de Educación de Virginia, la filtración de datos de 100.000 ex-estudiantes y el costoso operativo desplegado por el Estado para contactar a los afectados; y el de la consultora Ernst & Young, cuyo desliz puso al descubierto los planes de retiro y números de la seguridad social de más de 400.000 personas. ¿Su fallo? Enviar el disco por correo junto con la clave para acceder a él. Huelga decir que el paquete nunca llegó a su destino. Algo similar ocurrió con la historia médica de 6.000 reclusos de la cárcel de Lancashire.
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