A pesar de las iniciativas que en los últimos años se han llevado a cabo en el sector, la realidad nos devuelve con cada nuevo estudio una imagen de España que dista mucho de la de los países más relevantes de la UE.
Si con la Europa de los 15 nos encontrábamos entre los tres últimos países, (siempre acompañados por Grecia y Portugal), en la Europa de los 25 no salimos del antepenúltimo lugar, siendo superados por Portugal, y sólo estando por debajo Grecia y Lituania.
La particularidad de la economía española se encuentra tras estas cifras. La alta concentración económica (por zonas y por participantes) resta operatividad a las autoridades y condiciona los modelos de desarrollo. Los focos de interés siguen estando ubicados en la ganancia a corto o medio plazo. La empresa privada al estilo nacional no consigue infundir a la gran masa de la población el deseo de trabajar en ella. La desincentivación que se transmite al trabajador lastra la productividad del tejido empresarial. Y estas son sólo algunas de las causas. Todo ello lleva a que el trabajador se decante por la estabilidad del trabajo público o por la independencia del autónomo.
Lógicamente, estos dos sectores, por su idiosincrasia, no son los ideales para empujar a España hasta posiciones cercanas a la media europea en materia de tecnologías. Probablemente, acabemos acostumbrándonos a ser los terceros por la cola. Es más sencillo.
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