Fue la sorprendente conclusión a la que llegó el humorista John Hargrave que realizó un estudio de campo muy sui generis a base de dedicarse durante una temporada a “tunear” su firma cada vez que tenía que efectuar algún pago que requiriese el autógrafo. Desde firmar como Mariah Carey, como Beethoven, con el símbolo con el que quiso ser identificado el músico Prince o efectuar diversos dibujos en torno a la firma, tales como corazoncitos o un arco iris o incluso firmar con una serie de fantasmas perseguidos por un comecocos… jamás tuvo el más mínimo problema, ni siquiera cuando firmó escribiendo “he robado esta tarjeta”. Comprobó la veracidad de lo enunciado por la historiadora Tamara Plakins Thornton relativo a la escasa importancia que iba teniendo nuestra firma manuscrita en una época en la que nuestra identidad para transacciones se confirma con un PIN o una clave que se puede teclear.
Thornton analiza en “Historia cultural de la escritura a mano en Norteamérica” como la firma manuscrita se constituye en paradigma de la identificación del individuo en torno al s. XVIII, aunque sólo para aquellos individuos que poseían la suficiente formación como para saber leer y escribir, puesto que las personas analfabetas en ocasiones sólo podían plasmar su conformidad en un documento marcando con una X o un garabato ilegible en presencia de testigos que acreditasen su acuerdo.
Progresivamente la población va alfabetizándose y en la Norteamérica anglosajona (a la que se refiere el estudio) se va extendiendo la idea de reconocer y afirmar la propia identidad mediante la firma, que suele identificarse con la escritura del propio nombre, más que con otras fórmulas más cercanas en ocasiones a la rúbrica no identificable propiamente con las letras que suele ser más habitual en Europa. Desde ese momento la escritura del nombre se asocia a la confirmación de la identidad y se da por sentado que el tipo de letra que cada persona usa como su escritura es su firma.
La cosa comienza a variar con la llegada de los dispositivos electrónicos que realizan esta comprobación de identidad por dos métodos: firma sobre una pantalla táctil o introducción de la contraseña a través de un teclado.
En el segundo caso queda claro que la escritura manual queda definitivamente desterrada, pero incluso en el primer supuesto la notable diferencia con los medios, herramientas y técnicas habituales en la escritura a mano llegan a desvirtuar casi por completo el componente de identificación de caligrafía e individuo. Como ejemplo recordemos la última vez que firmamos sobre una pantalla táctil con un pequeño punzón de plástico… ¿algún parecido entre ese garabato y nuestra firma?
La diferencia de superficie, peso del útil de escritura. en ocasiones lo forzado de la postura o lo reducido del espacio para firmar, la imposibilidad de apoyar el dorso de la mano como hacemos al escribir sobre papel… ni sostenemos un bolígrafo, ni sentimos el tacto de arrastrarse su punta sobre el papel ni el peso y forma del punzón tienen nada que ver con boli o lápiz. La suma de todos esos factores da como resultado algo más parecido a la lista de la compra de alguien en evidente estado de embriaguez que esa firma que tanta clase y distinción refleja y que tanto nos ha costado perfeccionar.
Afortunadamente los encargados de verificar nuestras firmas en restaurantes, tiendas, servicios de mensajería etc. son conscientes de esta situación y bien por esa circunstancia, bien por confianza en que realmente somos quienes decimos ser bien por mera indiferencia, no suelen someter nuestra firma en un resbaladizo papel térmico (con bolígrafos que de repente dejan de escribir durante un trazo y nos obligan a corregir sobre la marcha, modificando improvisadamente nuestra firma) o sobre la pantalla táctil a un escrutinio más propio de una prueba pericial caligráfica.
Además en los últimos tiempos va avanzando la biometría y su aplicación a la confirmación de la identidad para mayor seguridad en diversos sectores. Un examen de la retina o de la huella dactilar se realiza de manera rápida, cómoda, no intrusiva, fiable, infalsificable (salvo que arranques un dedo o un ojo a otra persona) y si se generaliza la comprobación de la identidad por estos medios será aún más infrecuente la necesidad de firmar en algún sitio para dejar constancia de nuestra identidad.
Si a eso le sumamos la tendencia que históricamente se ha observado a esquematizar los trazos de las firmas, Thornton afirma que en un plazo de en torno a 20 años la firma manuscrita podría pasar a ser algo casi residual.
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