Para cualquiera que no siga las noticias de la industria tecnológica, Uber es un caso de éxito, al menos en Estados Unidos. Está ya en casi todas partes y tan normalizado en ciudades como Nueva York que ya ni sorprende que las series y las películas actuales hayan abandonado los taxis amarillos y cuenten con normalidad que van a pedir un Uber. Por eso quizá pueda sorpender que esta semana su CEO, Travis Kalanick, haya sido forzado a dimitir.
Curiosamente, la noticia fue también una sorpresa en el mundo de la tecnología. Pese a la cantidad de escándalos que acumulaba Uber y que apuntaban a Kalanick y la cultura que había impuesto en la startup como responsables principales, nadie creía que el resultado fuese a ser este. Al ya exCEO se le veía como alguien que podía permitirse hacer lo que quisiera sin consecuencias. Pero los inversores no estaban de acuerdo y fueron ellos, finalmente, los que forzaron su salida.
Este casi golpe de estado, como recoge The New York Times, llevaba gestándose varios meses. Cada escándalo al que se enfrentaba la compañía (acoso sexual normalizado y no castigado, sabotaje a sus competidores, un programa llamado Greyball diseñado para que las autoridades no les pudieran cazar en ciudades en las que eran ilegales…) hacía que los apoyos entre accionistas y ejecutivos, al principio muy de su parte, se fuesen retirando.
La conclusión alcanzada finalmente fue que Kalanick era un problema para Uber. Que ya no era el momento de romper normas y escurrirse entre las leyes, y que desde luego la reputación de la compañía de hacer precisamente eso no ayudaría a continuar. Travis Kalanick fue señalado como responsable por ser un CEO de personalidad fuerte, implicado en todas las decisiones de la compañía, y desde luego el ideólogo de la estrategia al margen de las reglas que hizo que Uber creciese tanto.
No se puede decir que la estrategia de crecer a toda costa de Travis Kalanick fuese un fracaso: si hoy Uber es la compañía que es, es gracias precisamente a esa expansión a base de acelerador, sin hacer caso a semáforos o pasos de cebra. Si aparece una compañía rival (el caso de Lyft), intentamos boicotearla. Si notamos que las autoridades de una ciudad en la que estamos de forma ilegal quieren pillarnos, hacemos que no puedan usar nuestros servicios. Si los trabajadores están cansados por trabajar mucho por muy poco, si hay casos de acoso sexual denunciados a los altos puestos de la compañía, hacemos la vista gorda. Quien no esté contento, que se vaya.
La idea, que de momento parece haber funcionado, era construir una base amplia de usuarios a toda costa. Así, cuando las autoridades empezasen a reaccionar (en un principio se movían en muchos sitios en el terreno de la alegalidad), tener que pensárselo dos veces antes de atacar a la compañía.
El éxito, eso sí, se queda ahí: en el número de usuarios, el conocimiento de la marca (en inglés, «uber» ya es un verbo, como lo es «google»), la expansión por 70 países en todo el mundo. En el terreno económico, las cosas no van tan bien: gracias en parte a la guerra de precios que mantiene con Lyft (y con los taxistas), Uber todavía no registra beneficios. Tendría que subir sus tarifas para hacerlop, pero ¿no perdería así todo algo de sentido?
El reto que tiene ahora Uber por delante no es fácil: su nuevo CEO tendrá que lograr llevar a la compañía hacia el terreno de la rentabilidad, pero dejando de lado las cuestionables tácticas de Kalanick. ¿Lo conseguirá o es este el final de la startup?
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