Cuando los creadores de WhatsApp lanzaron en 2010 la primera versión de su aplicación para mandar mensajes aprovechando las conexiones de Internet móvil, es probable que no pudieran imaginar la relevancia que iba a tener su invento en la vida cotidiana de las sociedades occidentales, y en concreto la española, un lustro después.
Reconozco que, al igual que para otros muchos, la aplicación del teléfono inserto en un círculo fue la principal razón por la que decidí comprarme un smartphone hace ya unos años. WhatsApp ha sido para mí herramienta de trabajo, de juerga, de ligue, de información… hasta que hace unas semanas me quedé out.
Todo empezó con el típico mensaje anunciando el próximo fin de la actual versión de la app. Hasta ahora, la actualización de WhatsApp me había causado pocos problemas, pero en esta ocasión, el paquete de actualización no era compatible con mi versión de Android, bla bla bla… Comprobé en su web que mi sistema operativo sí era compatible, me descargué de nuevo la actualización una y otra vez, pero nada que hacer.
De camino, y descarga a descarga, me quedé sin espacio en memoria y desperdicié la mitad de mis datos mensuales. Al final, me rendí a la evidencia: estaba sin WhatsApp, y por una temporada, al menos hasta que alguien con más conocimientos técnicos que yo me solucionara el problema o hasta que adquiriera un nuevo smartphone.
Mi primera reacción fue de pánico. ¿Cómo iba a comunicarme con mis amigos?, ¿cómo iba contactar con mi chica, que en ese momento se encontraba en Francia?, ¿cómo iba a enterarme de las novedades que me mandaban algunos de mis contactos?
Pasados los primeros momentos de angustia, llegó la hora de buscar soluciones. El pensamiento lateral se imponía. ¿No tengo WhatsApp en el móvil? Usemos la versión web. Nunca me había interesado mucho usar la aplicación en el ordenador por lo que supone de distracción mientras trabajo, pero no quedaba otra opción. Con lo que no contaba es con que para utilizar WhatsApp en el PC se necesita tener la app instalada en el teléfono y la mía estaba caducada. Adiós al plan B.
Después de anunciar a mis contactos vía Facebook que no disponía de WhatsApp, algunos me sugirieron un plan C. Usa Telegram, me dijeron, es mejor, más seguro, más alternativo. Tan alternativo que no lo usa mucha gente. Al quinto contacto que no disponía de la aplicación rusa, renuncié. No había otra opción que resignarse y empezar a adaptarme a mi nueva vida sin WhatsApp.
Los primeros días sin WhatsApp fueron duros. Parece mentira hasta qué punto una app de mensajería instantánea influye en nuestra vida cotidiana. En cierta medida ya era consciente de ello, pero fue en esos primeros días cuando comprobé que WhatsApp no es sólo una aplicación para mandar mensajes breves de forma rápida; también es para muchas personas el modo de comunicarse por defecto. Naturalmente, si esas comunicaciones se refieren a temas importantes o urgentes, la carencia de la app se convierte en un problema.
Afortunadamente, mis asuntos laborales los despacho habitualmente vía correo electrónico o telefónicamente. Cuando surgen imprevistos, recurro al teléfono para solventarlos, así que la parte profesional de mi comunicación diaria quedaba a salvo.
No tengo tanta suerte con mis actividades de voluntariado, que coordinamos a través de grupos de WhatsApp. Confié en que mis compañeros hubieran leído mi advertencia en Facebook y se comunicaran conmigo por Messenger o por email, aunque lo cierto es que mis actividades en este campo se han reducido notablemente en este mes.
Aunque la vida social y lúdica no conlleva ese punto de urgencia y trascendencia que siempre trae consigo la profesional, lo cierto es que también puede ser fuente de estrés. Conforme se acercaba mi primer fin de semana sin WhatsApp, empecé a temer que mis amigos hubieran preparado un plan interesante y, confiados en que yo lo leería, lo habían compartido en algún grupo de la aplicación. Como tampoco podía llamar a mis amigos uno por uno, me quedé sin saberlo.
Y, cuestiones sociales aparte, siempre queda el temor a que alguien me haya mandado un mensaje importante y yo no pueda verlo hasta dentro de unas semanas, cuando ya sea tarde. Esa fue mi sensación dominante durante mi segunda semana sin WhatsApp, hasta que la capacidad humana de adaptación la fue borrando poco a poco.
Ya más adaptado a vivir sin estar pendiente del silbido que me anunciaba notificaciones, empecé a volver a los hábitos propios de la época anterior a las aplicaciones de mensajería. Incluso, en mi inocencia, pensé que podría resultar sano el estar conectado sólo cuando uno lo necesita y offline el resto del tiempo.
Claro que eso suena muy bien si es una situación, o una actitud, compartida por mí y por mi entorno. Pero si soy yo el único que está desconectado, la cosa cambia. El mundo no se detiene, la gente no deja de mandarse whatsapps porque mi móvil no admita las actualizaciones y acabo por estar casi incomunicado.
En primer lugar, acciones habituales como conectarme en los ratos muertos para distraerme leyendo los chismes que mis contactos cuentan en los grupos pasaron a la historia, con lo que, por ejemplo, mientras esperaba el autobús tenía que limitarme a observar el paisaje urbano o al resto de pasajeros, la mayoría por cierto absorta en sus teléfonos móviles.
También se acabaron los vídeos, memes y enlaces compartidos. Aunque al seguir usando Facebook, me mantenía suficientemente al tanto de las últimas chusmerías de Internet. De todos modos, dejar de perder el tiempo viendo vídeos de AuronPlay no es precisamente un drama.
Peor fue darme cuenta de que muchas personas –incluyendo algunas muy cercanas a mí- únicamente se relacionan mediante WhatsApp. Y, por lo tanto, si pierdes el WhatsApp pierdes el contacto. ¿Pero nadie usa ya el correo electrónico para comunicarse?, me preguntaba. Facebook Messenger, a pesar de los millones de usuarios activos de que presume, es menos inmediato; no todo el mundo lo tiene instalado en el móvil y algunas personas sólo lo usan esporádicamente.
Descartados los SMS por onerosos, quedaba, claro está, el recurso de las llamadas. Al fin y al cabo los teléfonos móviles se inventaron para eso. Sin embargo, llamar es percibido en ocasiones, sobre todo por los adictos al WhatsApp, como algo raro. Como si telefonear fuera un acto demodé o sólo reservado para cuestiones graves. La comunicación no llega a perderse del todo, pero a veces uno llega a preguntarse si existen amistades a prueba de WhatsApp.
Después de tres semanas sin la famosa aplicación, ya estaba habituado a usar mucho menos el móvil. Una de las grandes ventajas es que, sin el aliciente del WhatsApp, tener conectada la red de datos continuamente me resultaba innecesario, con el consiguiente ahorro de batería. Sin llegar a la tranquilidad de los viejos tiempos de mi Nokia 6060, cuando sacaba el cargador del cajón una vez a la semana, lo cierto es que no estar pendiente de cargar la batería del móvil casi a diario representa una cierta liberación.
También me gustó olvidarme de las numerosas interrupciones causadas por el típico silbido. Aunque pueda parecer una tontería, cuando sabes que tienes un mensaje pendiente resulta difícil ignorarlo, lo que influye negativamente a la hora de concentrarse en la tarea que estás desarrollando en ese momento.
Claro está que la presión social es un punto en contra. Como he tenido ocasión de comprobar, vivimos en un entorno en el que lo que no se comunica no existe. Numerosas acciones de la vida cotidiana, como quedar, transmitir informaciones relevantes o comentar la actualidad deportiva o política, se hacen mediante whatsapps. Superar una cierta adicción a WhatsApp, pasados unos días de transición, no es difícil. Manejarse sin una aplicación que emplea casi todo el mundo para cualquier cosa resulta más complicado.
Así que, en cierta medida, vivir sin WhatsApp supone una relajación. Aunque tus conocidos te consideren un bicho raro y tus amigos te agobien preguntándote si ya te has comprado un móvil nuevo y has vuelto al redil. Eso sí, también implica desconectarse un poco del ritmo del mundo. Vaya una cosa por la otra.
Ahora que he logrado reinstalar la aplicación, he vuelto a escuchar silbiditos cada dos por tres. La batería me dura menos. Y de nuevo abro la pestaña de notificaciones con la ilusión de encontrar cosas interesantes para ver un simple pantallazo de un falso tuit de Piqué. Pero he aprendido una cosa: se puede vivir, y se vive mejor de hecho, sin un considerable porcentaje de los mensajes y actividades derivadas de la app estrella de nuestros móviles, así que he decidido usar WhatsApp sólo para lo necesario. Veremos cuánto dura tan saludable declaración de intenciones.
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